sábado, 18 de mayo de 2013

NICETO BLÁZQUEZ


OBRA DE FISAC2


MIGUEL FISAC


MIGUEL FISAC, ARQUITECTO    

Nació el 29 de septiembre de 1913 en Daimiel, Ciudad Real y falleció el 12 de mayo de 2006 en su domicilio de Madrid a los 92 años de edad. En 1942 recibió el Premio Superior de Arquitectura de Madrid y en 1950 el Primer Premio en el concurso del COAM. En 1954 le fue otorgada la Medalla de Oro en la Exposición Internacional de Arte Sacro de Viena y en el 1994 la Medalla de Oro de la Arquitectura. En mayo de 1996 presentó en Madrid su primera exposición de pintura y en 1997 la sala de las Arquerías de los Nuevos Ministerios de Madrid acogió una exposición sobre su obra; ese mismo año logró el VII Premio Antonio Camuñas de Arquitectura. El 4 de octubre de 1999 recibió un homenaje organizado por el Colegio de Arquitectos de Madrid y el Círculo de Bellas Artes, entidad ésta que le hizo entrega de la Medalla de Honor. En octubre de 2003 recibió el Premio Nacional de Arquitectura y en enero de 2004 la Universidad Europea de Madrid le invistió Doctor Honoris Causa. Miguel Fisac poseía también la Gran Cruz del Mérito Civil, las Encomiendas de las órdenes de Isabel la Católica y Alfonso X el Sabio y la Cruz de los Santos Lugares de Jerusalén. En el año 2007 le fue concedida a título póstumo la Medalla de Oro de Castilla-La Mancha, región de la que era originario. Como queda dicho, murió en Madrid el 12 de mayo de 2006 justo cuando el Colegio de Arquitectos de Ciudad Real estaba creando la Fundación encargada de catalogar todo el inmenso legado arquitectónico de Fisac y profundizar en el estudio de su obra en el contexto de la arquitectura moderna española.

         1. Amigo y confidente

         Tuve la suerte de conocer personalmente a Miguel Fisac y de conversar con él sobre asuntos delicados relacionados con la vida cristiana y la arquitectura religiosa. Me recibió en su casa varias veces. En una ocasión me dio pistas para que durante mi visita a Moscú pudiera entrar en contacto con un amigo suyo español que vivía allí. En mis memorias La cátedra de la vida he hablado de esta misteriosa y arriesgada visita. Durante algunos años asistió regularmente a la Misa dominical en la bella iglesia de los PP. Dominicos de Madrid de la que él fue su genial arquitecto. La última vez que le vi allí fue con motivo de una boda que se celebraba  en dicha iglesia y cuyos novios eran amigos muy allegados suyos. Iba llevado del brazo de su esposa Ana María Badell y se dirigió a mí en tono de despedida. Me dijo que, habida cuenta de su edad, ya entrado en los 90, esta sería la última vez que pisaba allí. Pero abrigaba la esperanza de que nos volviéramos a ver lo antes posible en su casa. Y así sucedió.

         Le encontré muy cansado y esperando con gran paz y tranquilidad dar el paso de este mundo al Padre. Le entregué un ejemplar de mi libro  Cinco misas populares y Salve con acompañamiento de órgano, en cuya portada y contraportada aparecen cuatro fotografías muy bellas de la iglesia de los dominicos en Madrid, cuyo arquitecto fue él, y se emocionó mucho. ¡Qué bonito!, decía como un niño, y ¡cuánto trabajo te habrá costado hacerlo! ¿Qué piensas, Miguel, le pregunté, entre otras cosas, sobre las construcciones que se están realizando en este barrio de Sanchinarro? Tengo ya 93 años y no entiendo nada. Sin embargo, todavía le quedaban fuerzas para aconsejar a una estudiante de arquitectura que había venido para mostrarle sus trabajos. ¿Y por qué tu predilección por la construcción de modernas y bellas iglesias? No lo sé, me dijo, porque cada vez veo menos la utilidad de las iglesias ya que para orar a Dios no son esencialmente necesarias. Entendí que nuestra conversación se estaba alargando demasiado y produciéndole fatiga por lo que nos despedimos. Esta vez para siempre. La siguiente visita fue para rezar a solas ante su cuerpo exánime  en su casa donde él había deseado morir. Permanecí unos 15 minutos a solas con él y pude leer la oración del Padrenuestro, escrita de su puño y bella letra. Igualmente la famosa oración de San Ignacio de Loyola que dice así:

                            Alma de Cristo, santifícame.
                                   Cuerpo de Cristo, sálvame.
                                   Sangre de Cristo, embriágame.
                                   Agua del costado de Cristo, lávame.
                                   Pasión de Cristo, confórtame.
                                   ¡Oh, buen Jesús!, óyeme.
                                   Dentro de tus llagas, escóndeme.
                                   No permitas que me aparte de Ti.
                                   Del enemigo, defiéndeme.
                                   En la hora de mi muerte, llámame.
                                   Y mándame ir a TI.
                                   Para que con tus santos te alabe.
                                   Por los siglos de los siglos. Amén.

         En una ocasión me preguntó si el sacramento de la confesión no era una estrategia de la Iglesia para controlar las conciencias. Pero esta pregunta tenía mucho que ver con la situación personal suya reflejada en los párrafos que reproduzco a continuación y que pueden ser consultados íntegramente en Internet. Antes de reproducir dichos párrafos, sin embargo, me parece oportuno decir lo siguiente. Ana María Badell, esposa de Miguel Fisac, conserva en un pequeño cuadro de museo una carta dirigida a su esposo en la cual expresa a corazón abierto lo mucho que amó a su marido, a pesar de su mal genio y temperamento irritable. La carta está expuesta en su casa-museo de Almagro. Durante mi visita de despedida, Ana María, consciente de que Miguel tenía ya los días muy contados, me dijo: “Yo quisiera verle siempre ahí sentado aunque sea rabiando”. Pero vengamos ya a los textos en los que se refleja el desarrollo de la personalidad de Miguel Fisac.

         2. Denuncia del secretismo y la coacción institucional

“Yo fui uno de los 20 ó 25 primeros que entraron en el Opus Dei. Por más señas: el 29 de febrero de 1936. Durante la República hubo en España persecución religiosa y eso me creó bastante intranquilidad; lo mismo que a otros jóvenes como yo. Me acuerdo de la Semana Santa en que tirotearon las procesiones en mi pueblo, en Daimiel. Resultó desagradabilísimo. Yo volví muy excitado a Madrid, a la pensión donde también se hospedaba un amigo, Pedro Casciaro, que estudiaba la carrera de Arquitectura como yo. Recuerdo que él me dijo: Me he encontrado con un sacerdote interesante y querría presentártelo. Y me llevó a la residencia DYA, a la calle de Ferraz, 50. Allí conocí a este señor que estuvo muy amable conmigo. Después, seguí viéndole de vez en cuando. Él nos daba unas charlas, nos comentaba algo sobre el Evangelio y luego asistíamos a la bendición y reserva del Santísimo. Aquel ambiente era simpático y todos los de su alrededor me parecieron muy agradables. Tenía todo aquello un aspecto de renovación religiosa. Se trataba, según decían, de volver a vivir la fraternidad de los primeros cristianos.

Sin embargo, cuando el Sr. Escrivá después de muchas historias y sin aclararse nunca -pues todo era muy secreto- me contó que eso tenía más fondo, me dio miedo y me dije: yo aquí no me meto de ninguna manera. Yo nunca hubiera dicho que quería entrar en ninguna parte, lo que sucedía es que yo estaba dispuesto a ayudar al que me lo pidiera. Y me dijeron que si podía pintarles un cuadro para el comedor y se lo pinté y luego otra cosa y otra. Vamos, que yo estaba en la mejor disposición. Pero un día ingresaron allí dos de los amigos que estudiaban conmigo, Pedro Casciaro y Paco Botella y una vez dentro empezaron a tirar de mí de una manera tremenda.

El Sr. Escrivá comenzó a ser mi director espiritual. No te preocupes, me decía. Yo estoy dispuesto a ayudar, pero nada más, insistía yo. Bien, no te preocupes, me repetía él. Un día me llamó Pedro Casciaro y me dijo que el padre quería verme. Yo fui algo preocupado porque unos días antes a mi hermano le había tocado la lotería y me figuré que me iba a pedir dinero. Pero al llegar me metió en su despacho y me dijo: Miguel, yo creo que tú tienes vocación. Y no supe decirle que no. La realidad es que yo no quería entrar allí y estuve como un imbécil. Y desde el principio quise salirme o morirme. Una de las cosas que el Sr. Escrivá repetía constantemente, como una actitud de lealtad, era que no debíamos confesarnos fuera de allí: «La ropa sucia en casa se lava», nos decía. Y yo me sentía desesperado. Bien es verdad que no hice nada de proselitismo. Si yo quiero marcharme, pensaba para mis adentros, ¿cómo voy a decirle a nadie que entre? Una sola vez lo hice y me duele. Permanecí en el Opus durante muchos años. El ambiente interno era agradable, la gente se ayudaba y se encontraba uno muy cómodo. Todos teníamos una formación cultural parecida y de buena educación.

Sin embargo, los actos de piedad eran excesivos. A mí me agobiaban porque tenían que hacerse continuamente: el ofrecimiento de obras, media hora de oración, la Misa y la Comunión, el Ángelus, tres partes de rosario, etc. y cuando terminabas el día y hacías el recuento de obras te habías saltado varias de ellas. Pero nunca te preguntabas: ¿qué he hecho yo por mi prójimo? En vez de pensar que no había hecho nada por el prójimo, pensaba en que me había olvidado la lectura espiritual o el examen o no sé qué oración. Todo eso me hacía sufrir porque yo era muy escrupuloso. En cuanto a lo del sacerdocio era una cosa muy dura. El Sr. Escrivá llegaba y decía: Tú cura y tú no. Conozco a algunas personas que quisieron ser sacerdotes y él no lo permitió. En cuanto a mí, el Padre conocía mi postura claramente negativa y me prometió, como una excepción, que no me haría ser cura. Te prometo que no serás sacerdote, me aseguró. Yo me quedé más tranquilo. Pero aún así cuando se planteó el problema de los primeros sacerdotes, yo estaba muy violento y temí que me lo propusiera.

En el Proceso de Beatificación del Sr. Escrivá, varios sacerdotes del Opus Dei me han descalificado, diciendo que mi conducta era contradictoria, propia de mi inestabilidad emocional con temperamento desequilibrado con ideas obsesivas y manía persecutoria. No entiendo por qué, entonces, el Sr. Escrivá me escribía cartas de cuatro hojas nombrándome socio elector, categoría que él daba a muy pocos. En esa carta, escrita a mano por él, después de elogiar mi labor dentro de la Obra, me obligaba a ser uno de los que votara para elegir al siguiente Presidente del Opus Dei cuando él muriera. También recuerdo que un día me llamó y me explicó que aunque no fuera sacerdote deseaba que yo formara parte de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Quiero que pertenezcas, como excepción, a esta Sociedad, me dijo. Como yo lo que pretendía era marcharme de allí y no atarme más, le contesté: ¿Puedo decir que no? Sí, me dijo él. Pues entonces digo que no, le respondí. Aquella tarde, Álvaro Portillo me comentó que el Padre le había dicho que yo le había dado un gran disgusto.

Durante los años que estuve en el Opus, yo arrastraba un malestar latente, interior, que hacía que gritara con frecuencia. A veces me indignaba con el Sr. Escrivá y luego iba a pedirle perdón. Él me contestaba quitándole importancia al asunto. Pero si no me has dicho nada, me replicaba, no te preocupes. Yo creía que él y todos los demás me tenían un gran cariño y por eso me dolía coger la puerta y marcharme. Yo les quería de verdad y los sigo queriendo, aunque no he encontrado esa reciprocidad en ellos. Pues para el que se va de allí, la norma es que no existe ya, se ha muerto, o como si fuera un enemigo al que hay que perseguir.

Cuando me planté y dije que me iba de la Obra yo estaba en Madrid y el Sr. Escrivá en Roma. Antonio Pérez me dijo: He hablado con el Padre y me ha dicho que te marches, pero que él quiere hablar contigo antes de que lo hagas. Cogí el primer avión para Roma y me presenté allí. En el aeropuerto me estaban esperando y como eran las once de la noche me dijeron que me acostara, que durmiera tranquilamente y que al día siguiente oiría la misa del padre y él hablaría conmigo. Lo hicimos así, le expliqué que yo no podía continuar. No era nada nuevo para él, se lo había dicho muchas veces. Él me dijo que hablara con Álvaro. Lo primero que hizo Álvaro fue comentarme que estaba indignado por la actitud incorrecta que había tenido Pepe Montañés, esa última semana, respecto a un asunto de dinero con mi padre. Yo le contesté que eso que había hecho me había molestado mucho, pero que no tenía nada que ver con mi decisión de salirme. Después, él recordará cuando añadió: Miguel, quiero pedirte perdón por las coacciones a que te hemos sometido para que no te fueras, pero has actuado durante todos estos años de forma tan generosa que por eso hemos creído que tenías vocación.

Hice la maleta y cuando me iba Álvaro me dijo: El padre tiene ahora que ir a Viena y me ha dicho que le haría ilusión que lo llevaras tú en el coche. Álvaro, le contesté, muchas gracias por el ofrecimiento, pero a donde tengo que irme es a Madrid. Ellos continuaban actuando con ese vicio que quieren ahora canonizar: La Santa Coacción. Por fin me vi en la calle. Y respiré. Ese ambiente de secretismo y ese mentir, durante todos los años que estuve en la Obra, siempre me habían agobiado. (Hace unas semanas, yo veía en el programa «La Clave» a esos dos sacerdotes mintiendo). Yo sé que estaban mintiendo y ellos saben que estaban mintiendo. Por eso cuando ¡ya en la calle!, con una maletita, ligero de equipaje, sin un céntimo en el bolsillo, me vi camino de casa de mis padres pensé: Bueno, Miguel, aquí hay una cosa clara, primero vas a decir siempre la verdad, que es lo tuyo. Y luego vas a ser bueno en vez de tanta monserga.

         3. La grandeza y amor de una mujer

         En diversas ocasiones Ana María Badell, viuda ya de Miguel Fisac, me había pedido que la visitara en su casa de Almagro. Era el verano de 2011 y me encontraba yo descansando en Almería. A raíz de una conversación telefónica con Ana María me creí en el deber moral de hacer un alto en el camino en Almagro de vuelta a Madrid después de mis vacaciones estivales y tuve la satisfacción de cumplir mi promesa.

         Al llegar a la puerta de su casa presioné tres veces el botón del timbre para que ella entendiera que era yo el que llamaba y pronto se abrió el portón y nos fundimos en un abrazo. Fue un encuentro emocionante por ambas partes. La encontré bella, lúcida y radiante después de haber superado serias dificultades a raíz de la muerte de Miguel Fisac. Estas dificultades afectaron seriamente a su salud física y estado de ánimo, como pude constatar la última vez que nos encontramos en Madrid. Pero algo había cambiado para bien en el entorno familiar y se reflejaba ahora en su salud y estado de ánimo lúcido y deslumbrante.

         Para empezar, me llevó por las dependencias de la casa, construida a capricho por Miguel Fisac en el antiguo solar de una cuadra de animales y aperos labriegos. Sobre aquellas bases construyó una bellísima casa-museo en la que pueden admirarse las estructuras originales campestres y algunos recuerdos entrañables de la feliz pareja, Ana María Badell y Miguel Fisac. Sobre el terreno comprendí sin dificultad la razón de haber construido esta casa en este lugar ya que Miguel Fisac nació en Aimiel y conocía bien la historia y el patrimonio artístico de Almagro. Por otra parte, la adquisición del solar había tenido lugar hacía varias décadas, cuando las posibilidades de comprarlo habían sido ventajosas y no desaprovechó la ocasión. No pregunté a Ana María por el precio de la compra, pero sí supe después que quien les vendió el solar labriego había sido un tío de la señora que trabajaba en el convento de los dominicos como guía de turismo. Esta amable señora me explicó con todo detalle cómo era aquel lugar antes de ser adquirido y convertido por Fisac en casa-museo.

         El diálogo con Ana María Badell en el salón de visitas de su histórica casa giró, en primer lugar, en torno a la situación actual de su hijo y de su hija. A raíz de la muerte de Miguel Fisac, Ana María tuvo que afrontar un periodo de tiempo marcado por la soledad. Pero ahora se habían cambiado las tornas y sus hijos se esforzaban por llenar ese vacío de su madre. Me habló de sus hijos y nietas como si los hubiera encontrado después de haberlos perdido a raíz de la muerte de su marido. Esta nueva situación feliz podía apreciarse en su estado de ánimo y hasta en su belleza física conservada a despecho de la edad. Terminado el tema familiar entramos en un diálogo a corazón abierto sobre la esencia del cristianismo y algunas formas de malentenderlo. Ella tenía muy claro que el mensaje esencial cristiano es el amor a todo ser humano y la esperanza amorosa e incondicional en las promesas de Cristo. Por ello, no tenía miedo a la muerte y estaba convencida de que lo que nos espera después será, sin lugar a dudas, mucho mejor que lo que dejamos aquí en este mundo. Ana María había leído libros raros y a veces utilizaba vocablos y expresiones de culturas exóticas no cristianas. Pero terminaba siempre aterrizando en lo esencial de la fe cristiana.

         Hablando de sus hijos la felicité por la idea genial que tuvieron ella y su marido llamando a una niñera china para que desde la más tierna infancia enseñara a su hija a hablar en chino. Sí, fue un acierto, replicó con alegría. En la actualidad su hija había logrado ser nombrada catedrático de chino y no había asunto importante relacionado con China para el cual no cuentaran con ella en España. Pero al filo de esta cuestión ella me habló de las dificultades que su hija encontró en el aprendizaje del chino y yo aproveché también la ocasión para expresarle mi opinión contra la promoción política de la diversidad de idiomas. Ana María Badell estuvo de acuerdo conmigo en que la diversidad de idiomas constituye uno de los muros psicológicos que más impiden la comunicación y comprensión entre las personas y los pueblos. Para terminar el recuerdo de este histórico encuentro me es grato destacar algunos aspectos relativos a las relaciones personales de Ana María Badell y su esposo fallecido, el gran arquitecto Miguel Fisac.

         Ana María me habló siempre que tuvo ocasión de su amor incondicional a Miguel Fisac a pesar de su temperamento irascible que él mismo confesaba abiertamente como un defecto personal crónico. Pues bien, en el muro de una de las habitaciones de la casa los visitantes pueden leer una carta abierta de Ana María Badell a Miguel Fisac y de cuyo texto me es grato destacar algunos aspectos de su contenido. La carta es un poema de acción de gracias a Miguel Fisac y a Dios. Por ejemplo, agradece a Miguel el regalo de un Ordenador que debió ser el símbolo moderno y actualizado de su afecto antes de morir. Ana María da gracias a Dios por haber conocido a Miguel, con el que reconoce que fue fría, pero al que amó como persona con toda su alma. Conociéndolos a los dos, como yo los conocía, esta es la traducción correcta de la expresión: “He sido fría pero te he querido”. Este amor personal, que está por encima del amor de enamoramiento y otras formas de amor inferiores, hizo posible el diálogo permanente entre ambos sobre las cuestiones fronterizas de la existencia humana como son la muerte y el más allá desde el punto de vista religioso y cristiano.

         Mencioné antes el conocido carácter irascible de Miguel Fisac. Pues bien, Ana María nos sorprende con una constatación inesperada cuando se dirige a él cariñosamente como al que conoció “de siempre enfadado a nunca enfadado”. Según ella, Miguel Fisac murió con gran paz después de haber tenido siempre una sensibilidad muy marcada hacia los pobres y necesitados y haber pedido que no le aplicaran tratamientos hospitalarios artificiales e inútiles, para morir en el momento preciso programado por la naturaleza. Por último, Ana María dice que sueña a veces con Miguel y que tiene la impresión de que después de la muerte seguirán siendo felices juntos. Obviamente, me limité a escucharla tratando de entender correctamente su lenguaje y sus vivencias religiosas llegando a la conclusión de que Miguel Fisac fue el hombre de su vida y Ana María Badell la mujer de la vida de Miguel Fisac. Todo ello con penas, equivocaciones  y sufrimientos pero con el consuelo final de la esperanza cristiana.

         En mayo de 2008 Ana María Badell me escribió una carta de su puño y letra en la que, entre otras cosas, me decía lo siguiente: “La verdad es que echo mucho de menos a Miguel. Pero estoy segura de que está en muy buen sitio, y eso me ayuda a pensar y dar gracias a Nuestro Señor por haberme dado tanto. Realmente le doy vueltas a mi vida y pienso que he sido bastante tontita. Pero el vivir con Miguel me ha hecho mucho mejor persona y espero que él me ayude para saber morirme igual que lo hizo él”.     De la carta que recibí en julio del 2011 me parece oportuno reproducir este párrafo: “Esta tierra  (Almagro) me agobia. Los próximos años serán 80. Todos los días le pido a Nuestro Señor que me lleve”. Y en su carta fechada el 9 de septiembre del 2011: “Mi querido Padre Niceto. He recibido tu libro y he comenzado a leerlo. El primer capítulo me encanta. Da gusto cómo narras tu visita al prado y cuentas tu amor al arbolito. Seguiré leyendo tu Filosofía de la vida y te iré diciendo lo que me parece. En esta semana he empezado a ir a unas clases que imparten para niños anormales de Almagro, y te cuento que cuando llegué me tomaron por otra anormal y me dijeron que si quería hacer pulseras con cuentas de collares, o si prefería colorear unas estampas. Así que les comenté que no sabía hacer ni lo uno ni lo otro y que prefería mirar. ¡Qué bien me viene tener un poco de humildad! He sido tan tonta a lo largo de mi vida… No dejes de rezar por mí. Estoy deseando llegar a ese espacio maravilloso”. 

        

         4. Reflexiones sobre la personalidad de Miguel Fisac

         El secretismo ha sido siempre una medida de dominio autoritario sobre de los demás. Es el abuso de la privacidad y de la prudencia que deben reinar en las personas y en las instituciones. Contra esos abusos está la transparencia y la información responsable sobre los asuntos de nuestra vida y de las instituciones. El secretismo suscita inmediatamente la sospecha y la desconfianza de esas personas e instituciones “misteriosas” que presumen de conocimientos arcanos o se sirven sistemáticamente de terceras personas para conseguir sus objetivos, no siempre honestos. Los dos referentes tradicionales  socialmente más destacados del secretismo han sido la masonería y la mafia. La confusión de la legítima privacidad con el secretismo es muy común  pero no me interesa aquí hacer un examen crítico del fenómeno, de las personas y de las instituciones actuales más proclives al mismo. Sólo quiero destacar hasta qué punto Miguel Fisac sufrió en su propia carne las consecuencias nefastas de esa forma de proceder, aparentemente inocente, por parte de las personas e institución religiosa que él mismo denuncia.

         Otra estrategia de dominio personal consiste en dictar a una persona lo que tiene que ser en la vida haciendo uso abusivo de la autoridad moral. Por ello, a un joven no se le puede mandar que sea sacerdote porque es persona buena e inteligente y potencialmente útil para la institución que lo promueve. La vocación sacerdotal es una llamada personal de Dios y no el cumplimiento de una orden o mandato por parte de nadie. Era obvio que el joven Fisac no había recibido llamada alguna por parte de Dios para el desempeño del ministerio sacerdotal y, sin embargo, fue coaccionado y moralmente acosado para que aceptara ser ordenado sacerdote. Una cosa es ayudar a una persona a tomar decisiones prudentes y responsables en la vida y otra muy distinta es dictar autoritariamente lo que tiene o no tiene que hacer: usted, sí, usted no, y no se hable más. En el caso de la ordenación sacerdotal este mandato genera en la persona concernida un sentimiento de culpa, si no sigue el mandato, lo que le lleva a aceptar la ordenación sin libertad personal como una carga que tendrá que soportar infelizmente durante toda su vida; a menos que de marcha atrás a tiempo. Pero aún así esta decisión deja la huella de una “ruptura” que no se produce sin pena y dolor moral. Fisac confiesa abiertamente haber sufrido esta experiencia.

         Lo mismo que Zubiri, Miguel Fisac protestó contra las prácticas religiosas asfixiantes con menoscabo de la caridad cristiana. La oración es el pan del alma, pero no sólo de pan vive el hombre. Cuando no se deja cabida para otra clase de alimentos o el pan tiene moho por el paso del tiempo, o las malas condiciones de su elaboración y conservación, puede resultar psicológicamente tan dañino como las piezas de hermosa fruta corrompidas en el frutero. El mucho rezar sin saber por qué sí ni por qué no, con menoscabo de la caridad, termina hundiendo a las personas rezadoras en el cansancio y la frustración. Jesucristo descalificó abiertamente esa mentalidad del Antiguo testamento y, como nos recuerda S. Pablo con contundencia, la caridad está por encima de cualquiera otra obligación o ministerio, por importante que este sea.

         Otra forma de actuar inaceptable es la de aquellos líderes religiosos que dominan a sus seguidores dorándoles la píldora con promesas deslumbrantes de prestigio social o de salvación eterna. Es la estrategia más corriente en la dinámica de las sectas religiosas. A Fisac le doraron primero la píldora de forma autoritaria con su posible ordenación sacerdotal y un trato agradable aparentemente respetuoso. Ante su rechazo no dudaron en coaccionarle para aceptara ser uno de los que votara para elegir al siguiente Presidente del Opus Dei cuando muriera su fundador. Era el último recurso coactivo para mantenerle enganchado al sistema. En su extenso texto del que he tomado sólo algunos párrafos, habla del precio moral que hubo de pagar después por el rechazo de su ordenación sacerdotal y de las ofertas que le ofrecieron para mantenerle enganchado al carro de la institución. A pesar de todo, Fisac reconoció siempre los aspectos positivos de la misma y no sintió rencor por las coacciones morales a las que fue sometido. Ni siquiera por la desagradable visita recibida en su casa por dos miembros de la institución con motivo de la muerte de su hija de siete años.  Le pidieron perdón, pero mantuvo la duda sobre la sinceridad de tan noble acto de caridad cristiana. Para terminar me es grato hacer saber que tuve la suerte y alegría de estrenar como estudiante el colegió de los Padres dominicos de Arcas Reales, Valladolid; el Teologado de Madrid (popularmente conocido como Los Dominicos de Alcobendas) y la Residencia de Ávila. Las dos primeras obras figuran entre las realizaciones más originales y bellas de arquitectura religiosa moderna en España. NICETO BLÁZQUEZ, O.P. (Madrid 2013)

OBRA DE FISAC